Cuando decimos “destino” solemos referimos
a la idea de algo predeterminado, que está escrito en alguna parte que habría
de ocurrir; como si hubiera una voluntad superior que pudiera hacer que nos
ocurran unas cosas u otras.
No
creo en el destino en ese sentido, más anclado en el pensamiento mágico –que se
basa en creencias sin ninguna base empírica - que en la razón. Pero sí creo que
existe otro tipo de destino, relacionado con factores que lo predeterminan
realmente, a no ser que llevemos a la conciencia esos factores y los efectos
que han tenido en nosotros.
En estos días he estado leyendo a A. Lowen
en El miedo a la vida (Editorial
Papel de liar, 2008). Aunque la primera edición en inglés data de 1980, creo
que es una lectura que no ha envejecido en sus planteamientos principales. Me
ha llamado la atención el segundo capítulo: Carácter
y destino. En él describe al destino como una consecuencia del carácter que
se nos ha ido formando a lo largo de la vida, sobre todo en la infancia y la adolescencia.
Aquí hablaré del destino y la psicoterapia desde ese punto de vista.
Tengo que aclarar que carácter no significa
lo mismo que personalidad. Carácter es una estructura defensiva, una armadura
que hemos tenido que ponernos para defendernos de situaciones dolorosas o
peligrosas, a las que nos vimos expuestos cuando aun no teníamos otros recursos
para afrontarlas. De esa estructura
defensiva no tenemos conciencia, ya que al haber reprimido los recuerdos
dolorosos o amenazantes, también reprimimos el recuerdo de haber adoptado esa
forma de defensa. Recordar el segundo nos llevaría a recordar los primeros y
eso sería intolerable, o al menos subyace el temor a que lo sea.
La estructura del carácter, al ser
inconsciente, es automática: cierto tipo de estímulos o situaciones
desencadenan cierto tipo de respuestas. Esto hace que en esas situaciones
seamos muy predecibles. No podemos razonar y/o ser conscientes de lo que nuestros
sentidos dicen que debemos hacer, sino, por el contrario, realizamos alguna
estrategia defensiva que nos asegure que no vamos a entrar en contacto con algo
doloroso o amenazante.
Por
ejemplo, una persona que se sintió muy rechazada y esto le causó un gran dolor,
cada vez que se aproxima una posibilidad de ser rechazada, pone en marcha una
maniobra de huída, de alejamiento. Rechaza antes de que la rechacen. Esto es así
porque si no lo hace y se queda esperando a ver si se da o no ese rechazo tan
temido, podría revivir la angustia y el dolor que vivió cuando le ocurrió eso
mismo en la infancia. Aquí estamos viendo que la persona no puede elegir cómo
actuar, y en ese sentido sí –y no en el mágico- está cumpliendo un destino. Un
destino predeterminado por sus vivencias tempranas y la forma como tuvo que
defenderse de ellas.
Entonces, una manera de ver la psicoterapia
sería la de llevar a la conciencia ese destino potencial para poder
“conjurarlo”. Terapeuta y cliente cambiarían juntos ese destino, lo cual no
significaría luchar contra él en el sentido de intentar destruirlo. Sería más
bien ser conscientes de esa estructura defensiva automática y así poder des-automatizarla
y elegir nuestras acciones en situaciones determinadas. Para ello sería
necesario volver a entrar en contacto con el dolor y el temor originales, para
dejar de invertir energía en reprimir su recuerdo y de este modo darles otra
salida afectiva. Eso es lo que nos haría libres de ese destino.
Algunas personas objetarán, no sin cierta
razón, que por qué hay que empeñarse en revivir el pasado y estar sufriendo sin
causa aparente. A esto se puede responder que ese pasado se está actualizando
constantemente en el presente y no nos permite construir ni el presente
adecuado, ni un futuro mejor. Y, además, nos permite tomar conciencia de que
sigue ahí y perder el miedo a esas sensaciones y emociones que en su día no
pudimos tolerar, nos va a librar de ellas. Sobre todo porque comprobamos que
ahora sí las podemos soportar.
Así, deja de tener sentido que nos sigamos perdiendo las cosas buenas de la vida solo por no arriesgarnos a sentir algo que “ya” no es para tanto.
Así, deja de tener sentido que nos sigamos perdiendo las cosas buenas de la vida solo por no arriesgarnos a sentir algo que “ya” no es para tanto.
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