lunes, 10 de noviembre de 2014

¿hablar, o descargar?



Supongo que todos sin excepción nos hemos encontrado con alguien que habla sin parar, sin tener en cuenta si su interlocutor está interesado en lo que dice, sin importarle repetir las mismas ideas o hechos varias veces. Es como si sacara la ametralladora y empezara a disparar así por las buenas.

Haciendo algo de autocrítica, supongo también que todos nos hemos comportado como habladores compulsivos al menos alguna vez.

Este tipo de comportamiento por lo común va asociado a la ausencia de escucha. La persona parece muy interesada en hablar pero no en recibir ninguna respuesta o aportación. Se trata de monólogos más que de diálogos. Utilizamos la “oreja” del otro, pero no le prestamos la nuestra.

Esto nos puede ocurrir a todas las personas, de forma esporádica; por ejemplo cuando estamos muy preocupados por un asunto determinado. Necesitamos que otros sepan lo que nos ocurre, que nos calmen, que nos comprendan.

Pero algunas personas actúan así casi siempre. Para ellas hablar sin parar es una forma de descargar tensión acumulada. Cuando ocurre esto, el interlocutor o, mejor dicho, el escuchante, se queda con una sensación de carga, como si le hubieran echado algo encima. Y es que lo han hecho. El hablador compulsivo está sobrecargado energéticamente y necesita “evacuar” ese exceso. Pero generalmente esta evacuación no nos descarga realmente, ya que tal vez lo que necesitamos no es hablar sin parar, da igual de qué, sino expresar emociones o satisfacer necesidades o impulsos que estamos reteniendo.

Las terapias psico-corporales nos pueden ayudar mucho en este sentido, ya que no enfocan este problema sólo desde el contenido intelectual, sino también y especialmente desde la necesidad de regulación energética del organismo. Nos enseña a darnos cuenta de cómo retenemos esas emociones e impulsos y cómo éstos, al no tener salida, buscan formas de descargarse que no consiguen este objetivo y además nos pueden alejar de los demás. También nos enseña a abrir las vías de expresión y descarga más adecuadas. Al estar más regulados, ya podemos escuchar a los demás; ya podemos dejar entrar información de ellos, porque hemos hecho sitio dentro de nosotros.

Así, ya no tendremos que sacar la ametralladora y ponernos a disparar toda esa cantidad de balas que teníamos guardadas a presión.

Ángeles Delgado
Noviembre de 2014.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Victimismo: ¿una adicción?



    Hoy me gustaría reflexionar sobre las actitudes victimistas, es decir, las de las personas que intentan aparentar siempre ser las más perjudicadas en una situación o grupo, o las menos queridas, las que han sufrido más, las menos tenidas en cuenta, etc.

    Esto a veces se hace como teatro con el objetivo de manipular y conseguir cosas de los demás, despertando en ellos la pena o la culpa, de forma consciente. Pero en otras ocasiones no es sólo una representación, sino que la persona está convencida de que es así: que nadie la considera, la respeta o la tiene en cuenta… y en este caso también se suele usar para obtener ventajas de y sobre los demás, aunque no sea de forma tan consciente.

    Esta actitud también nos sirve para no tomar responsabilidad por nuestra vida. Se puede utilizar como excusa a fin de no hacer los esfuerzos necesarios para superar nuestros fallos o dificultades. Como si el que en algún momento me haya sentido discriminada o perjudicada (sea esto real o imaginario), implicase que ya no puedo hacer nada por mí misma, que ya “me fastidiaron” para siempre. Que tengo derecho a lamentarme y hacer sentir mal al mundo por haber sido cruel conmigo.

    Generalmente es difícil comunicarse con las personas que abusan del victimismo porque no quieren escuchar ninguna opinión que no les reafirme en sus convicciones, por lo cual uno se ve muchas veces dándoles “la razón de los locos” y asintiendo a todo lo que dicen. Cuando alguien cuenta algo malo que le sucedió, a esta persona le ha pasado lo mismo o peor; si se habla de alguna crueldad que se ha cometido con alguien, el victimista multiplica por no sé cuántos lo que le han hecho a él. Para no perder el protagonismo como la persona más desgraciada y peor tratada del mundo, exagera y distorsiona la realidad para que case con esa idea que tiene.

     También suele ocurrir que esta persona idealiza la felicidad y satisfacción de los demás. Cuando alguien logra objetivos, lo puede interpretar como que no le ha costado mucho, ya que ha tenido suerte, y además le han querido y ayudado, es decir, que lo ha tenido fácil, cosa que no le ha pasado a ella. Para reafirmarse enfatiza todas las cosas buenas y facilitadoras que han tenido sus semejantes y pasa por alto las dificultades que también habrán vivido.

    Con tanto hablar de lo mal que te ha tratado la vida, tanto quejarse de que el mundo te debe algo, casi nadie se siente cómodo. Así ocurre que la persona se siente incomprendida y, por ende, rechazada. O sea, termina “consiguiendo” que en realidad se la discrimine y evite, con lo cual alimenta esos mismos argumentos para seguir quejándose de lo mal que la tratan. Ahí se cierra el círculo vicioso, del que es muy difícil salir.

    Difícil, porque este comportamiento, al igual que ocurre con otras adicciones, “engancha”. La persona prueba un efecto agradable de entrada (los demás la compadecen, puede sentir que no ha hecho nada mal, ha sido el mundo cruel el que le hace sentir así: consigue su objetivo, esto es, protagonismo…). Pero ese efecto no dura mucho tiempo, ya que los demás se cansan de oír siempre la misma retahíla y no les gusta que de alguna manera se les haga sentir responsables del malestar de otro. Además, este alivio momentáneo no hace que desaparezca esa insatisfacción general que experimenta el victimista. Entonces, al igual que con el tabaco, el alcohol o cualquier otra sustancia adictiva, se va a por una dosis mayor con la vana esperanza de volver a conseguir el efecto deseado… y lo que se consigue ya sabemos que es el espejismo de siempre.

    ¿Cómo se puede salir de ahí? Supongo que lo primero, como se ha dicho en relación a otras actitudes, es reconocer que estamos atrapados en el victimismo. Lo siguiente, revisar cuáles de nuestras quejas tienen una base real y cuáles son fantasía o simplemente una exageración de la realidad. También iría bien una mirada a nuestro alrededor en un intento de ser objetivos en cuanto a los padecimientos y problemas de otras personas.

    Como pasa con las adicciones en general, vendría bien permanecer una temporada sin usar este comportamiento para que nuestro organismo “aprenda” a vivir y relacionarse de otra forma; el tiempo suficiente para que experimente que se está mejor sintiéndose como una persona como otra cualquiera, a la que le han pasado cosas buenas y malas, a la que a veces se ha tratado bien y otras mal. Y es que, incluso aunque te hayan ocurrido cosas peores que a la mayoría, algún día tendrá que terminar el dolor, tendrán que cicatrizar las heridas, y habrá que encarar la vida. Algún día tendremos que hacernos responsables de que empiecen a pasarnos cosas mejores; ganaremos más si empleamos nuestras energías y nuestro tiempo en esto, que en quejarnos y crear un ambiente de negatividad que inunda todo nuestro entorno.

Ángeles Delgado,
Septiembre de 2014.

   

    

domingo, 1 de junio de 2014

Aceptarse no es resignarse.




En psicoterapia se habla a menudo de la necesidad de aceptarnos para poder cambiar. Así, sin pensar mucho, parece contradictorio. ¿Cómo voy a aceptar este comportamiento tan autodestructivo o ese hábito tan feo? ¿Eso no equivale a renunciar a cambiarlo? ¿Me quedo así para siempre, sin hacer nada?

A veces equiparamos aceptación a resignación. En la resignación hay derrota, pesar, impotencia. Es normal que no nos guste. Como no puedo hacer nada con determinada cosa o situación, me resigno, me aguanto, me fastidio. En la aceptación, en cambio, de lo que se trata es de reconocer que algo es como es y, además, de no condenarlo. Con no condenarlo no me refiero a no reconocer que me gustaría y vendría mejor que fuera de otra forma, sino a mirarlo sin juicio moral, con cierta distancia. Por supuesto, no estoy hablando de que ese comportamiento sea dañar deliberadamente a los demás. Eso sí es condenable.

Vamos con un ejemplo: una persona que se siente “insegura”, necesita que los demás le reafirmen constantemente, no se fía de su criterio. La persona piensa que esta manera de ser es inaceptable y tiene que cambiarla ya. Cada vez que “comete” un acto de inseguridad, se enfada consigo misma, se recuerda todas las otras veces que ha funcionado así, se echa un sermón que la deja totalmente desmoralizada; hasta puede que para enmendarlo, haga algo de manera forzada y sin mucha reflexión, que demuestre que ya no es insegura, que tal vez hasta empeore el resultado.

La persona se está “obligando” a ser segura, como si eso fuera cuestión de voluntad. Le sucede que como la inseguridad le resulta tan inaceptable, no tolera sentirla y ser consciente de ella ni un momento. Necesita pelearse a sí misma o actuar sin mucho sentido para no entrar en contacto con la sensación de inseguridad y de necesidad de que otros le den apoyo.

Vamos a imaginar qué pasaría si a esa persona le propusiéramos que pensase por un momento que esa característica suya no es un defecto tan terrible, que puede que hasta tenga una explicación; que tal vez fue una defensa que tuvo que desarrollar en algún momento de su vida para sobrevivir y que no tiene culpa ninguna por ello. Continuaríamos sugiriéndole que cuando lo sienta, no se escape de la sensación inmediatamente, sino que se quede un poco en contacto con ella, para que pueda conocer de qué va, de qué emociones y sensaciones está hecha; como estudiándolo. Al principio, posiblemente no le haría mucha gracia, pero tal vez más adelante, cuando vaya entendiéndose un poco y viéndole sentido a su forma de ser y sentir, podría dejar de estarse reprochando y forzando a actuar. A lo mejor, hasta le podría resultar “entretenido” aprender tantas cosas acerca de sí misma. En ese momento estaría aceptando esa dificultad suya que tanto quebradero de cabeza le había dado en otros momentos.

Así que el estarlo aceptando no la llevaría a resignarse a quedarse tan insegura toda la vida. Al contrario: al estar aprendiendo cómo funciona, también podrá ver qué herramientas podría adquirir o desarrollar más para que la inseguridad no la paralice tanto o la haga tan dependiente de los demás. Verá de qué manera se detuvo su desarrollo en ese aspecto y buscará los caminos que en otros tiempos no encontró o no le mostraron. Podrá irse ejercitando poco a poco, experimentando y arriesgándose a veces a equivocarse. Pero eso lo puede hacer porque “acepta” que la inseguridad está, y partiendo de ahí puede hacer algo con ella. Con lo que “no debería estar” no se puede hacer más que pelear y, tal vez, empeorarlo.

Dicho de una forma quizás demasiado simple, esto es que intentamos hacer muchos psicoterapeutas: animar a la persona a que conozca y comprenda sus dificultades sin condenarlas de antemano; intentar que desarrolle habilidades para compensarlas de alguna manera; y sobre todo a que tome una actitud de aprender lo que necesita en lugar de reprocharse y descalificarse por no saber hacerlo todavía.

Ángeles Delgado.
Junio de 2014.

domingo, 11 de mayo de 2014

¿Relacionarnos, o sufrirnos?



    ¿Cuándo relacionarse es una fuente de placer y crecimiento y cuándo es un desgaste personal para todos los implicados? Me centraré en intentar reflexionar sobre la segunda opción, ya que si estamos en la primera, lo único que hay que hacer es seguir disfrutándola.
    Una de las formas en que conseguimos que las relaciones sean un sufrimiento garantizado es empeñarnos en que la otra persona sea lo que no es. Vemos que tiene ciertas características, pero nos apetece que tenga otras. Tenemos dos caminos: aceptar al otro u otra como es, valorando aquéllos aspectos que sí nos satisfacen o, si esto no es posible o deseable, alejarnos o colocarlo en otro lugar más cómodo en nuestra vida… y seguir buscando personas más adecuadas para nosotros.
    Esto parece sensato y hasta que “se cae de maduro”. Pero a veces optamos por una tercera vía: ir a las cruzadas a “evangelizar infieles”: intentar convertir a otras personas en algo que ellas no quieren o no pueden ser. Intentar que los otros sean lo que uno tiene en la cabeza que “deberían” y no aceptarlos como realmente son. Parece una cosa tonta, estando el mundo tan superpoblado como lo está, que en vez de buscar a personas más afines a nosotras, nos dediquemos a intentar cambiar a otras sin siquiera pedirles permiso o preguntarles si tienen algún interés en cambiar.
    Puede haber varias razones para que actuemos así. Una es el miedo a no encontrar a nadie más que nos quiera o tenga en cuenta. Otra muy común es que en el fondo no busquemos a seres reales, sino a ideales que tenemos en la cabeza y que, como no existen, tenemos que “fabricarlas”. Ahí detrás puede estar la fantasía –a veces no consciente- de que vamos a encontrar a alguien que colmará todos nuestros deseos y nos convencemos de que determinada persona es así, aunque ésta todavía no lo sepa. Sabemos más de la persona nosotros que ella misma. ¡Cuánta inteligencia tenemos! Está claro que en este caso no estamos mirando a quien tenemos enfrente, sino a una proyección de nuestros deseos y quizás hasta lo consideramos de nuestra propiedad.
    Para intentar convertir a la persona en lo que queremos que sea, casi siempre nos valemos de la manipulación. Así, procuramos que sienta que el cambio que le imponemos es el que ella o él necesita; que la forma como es ahora es incorrecta y le salvaremos de ese error.
    Esta manera de relacionarnos la usamos mucho los adultos, pero evolutivamente corresponde a la primera infancia; en esa etapa no podemos percibir a los otros como son, ya que nuestras necesidades son tan apremiantes, y somos tan dependientes a la hora de satisfacerlas, que tenemos que percibir a las personas en base a lo que necesitamos de ellas. Para esto, les atribuimos unas características que concuerden con lo que esperamos que nos den. Y nos frustramos cada vez que comprobamos que la persona no “funciona” como debiera.
    Si esa frustración ha sido más o menos tolerable, la niña y el niño pueden ir aceptando que a veces los demás no les pueden complacer de forma absoluta. Con el tiempo y la maduración, aceptan que sólo encontrarán satisfacciones parciales por parte de otras personas; tendrán que ir buscando lo que necesitan en diferentes contextos e incluso renunciar a algunos deseos o satisfacerlos por sí mismos. De esta manera, sin embargo, van consiguiendo cubrir sus necesidades afectivas de una manera suficiente para sentirse bien.
    Pero cuando no se ha podido tolerar la frustración por lo que no se nos dio, es posible que nos quedemos toda la vida soñando con alguien que nos satisfaga de forma absoluta, sin tener que volver a sentirnos en estado de carencia. Y probablemente empecemos a actuar como decíamos al principio: negándonos a reconocer lo evidente cuando alguien no es esa persona ideal y dándonos de cabezazos contra un muro una y mil veces por no poder aceptar la realidad. Eso sin contar con que también a los otros les fastidiamos un tanto la vida.
    Esto que al principio planteé como una actitud algo tonta o simplemente molesta, ahora aparece como un asunto más dramático. Las personas no hacen, o hacemos, esto por fastidiar –aunque, de hecho, fastidiemos-, sino porque no aprendimos a hacer otra cosa. Sólo se puede salir de ahí siendo conscientes de cómo estamos funcionando realmente, sin engañarnos pensando que esa persona “perfecta” para nosotros existe y sólo tenemos que encontrarla o “fabricarla”, siempre por su propio bien, claro. Necesitamos darnos cuenta de que tenemos que aprender a vivir con la frustración, así que habrá que trabajar duro en aumentar nuestra  tolerancia. A veces se puede resolver esto por uno mismo, pero muchas otras será necesario buscar a un profesional, que podrá ayudar casi siempre, ya que este es un tema muy común que traen las personas a terapia.
    Después de hacer este trabajo podremos sorprendernos de lo satisfactorias que pueden ser las relaciones, por paradójico que parezca, cuando dejamos de esperar tanto de ellas. Y también nos podremos sorprender de que vale la pena pedirle al otro que cambie alguna cosa y permitirle que nos pida cambiar algo, pero desde la aceptación y el respeto, siempre que se considere deseable por ambas partes.

Ángeles Delgado,
mayo de 2014.

domingo, 20 de abril de 2014

Taller de bioenergética abril 2014


    







Habrá taller de ejercicios de bioenergética el viernes 25 de abril de 19:15 a 20:00 horas en el CENTRO DE TERAPIAS PSICO-CORPORALES, en la calle Calderón de la Barca, nº 6 (Edificio América), bloque F, local 1. Confirma: 922 213 046; 637 958 347.

Durante la sesión, pondré especial énfasis en la importancia que tiene en los ejercicios aumentar la carga energética de nuestro organismo, con el consecuente aumento de la sensación y la emoción.
Un cuerpo con baja carga energética nos hace sentir poco vitales y con mínima capacidad para el placer y el trabajo, con escasa motivación general para la vida.
Profundizaremos la respiración y además de practicar varios ejercicios de carga y de descarga (imprescindible equilibrar ambos procesos), indicaré cómo continuar este trabajo en casa, ya que es necesaria la práctica regular para que podamos notar cambios a largo plazo.
Puedes leer más en Ejercicios de bioenergética.

sábado, 5 de abril de 2014

LAS EMOCIONES: EL SENTIDO DE SENTIR





Edith Liberman es Psicóloga social y Psicoterapeuta en Análisis Bioenergético.

Formadora y supervisora de Psicoterapeutas del International Institute for Bioenergetic Analysis (IIBA). 
Trabaja en Madrid desde 1990.   
Más información en http://www.bioenergetica.es






LAS EMOCIONES: EL SENTIDO DE SENTIR - Edith Liberman
Todo conocimiento comienza por los sentimientos” Leonardo Da Vinci



Las emociones son la música de fondo de nuestra vida. Desde que nos despertamos hasta que nos dormimos estamos percibiendo lo que ocurre a nuestro alrededor y esa información de los sentidos es procesada por nuestro cerebro junto a las emociones activadas por esa percepción. Por lo tanto, las emociones son, en primer lugar, nuestra herramienta básica de orientación en la realidad. Sin ellas, sencillamente, no podríamos diferenciar un terremoto de una noche de juerga.

Las emociones forman parte de nuestro patrimonio genético para la supervivencia de nuestra especie. El miedo, por ejemplo, es la emoción que nos informa del peligro y evita que metamos por segunda vez los dedos en el enchufe ya que la primera descarga fue suficiente para que asociemos esta acción con una sensación dolorosa.

Cada experiencia de la vida tiene un componente emocional así como de imágenes, de palabras, de olores, de sensaciones. La emoción es lo que le da una cualidad especial a cada experiencia, un tono sin el cual la vida no tendría, simplemente sentido. Ya que lo que le da sentido, valga la redundancia, es lo que sentimos en cada momento.

Es evidente la importancia de la intensidad con que experimentamos las emociones, ya que el exceso nos impide pensar y nos lleva a actuar de un modo irracional y la falta de emoción priva a nuestra conducta de un contenido esencial para acertar en la acción. La regulación emocional, que nos permite equilibrar los componentes racionales y emocionales en nuestra manera de actuar, es una parte básica de la formación del carácter que se desarrolla en la infancia y sigue evolucionando toda la vida.

Nuestro entorno cultural tiende a idealizar y valorar en exceso la frialdad, un cierto hipercontrol de las emociones, un cierto desprecio hacia el sentir. Tendemos a considerar débiles a las personas que manifiestan sus emociones y en la vida cotidiana hay poco lugar para reconocer lo que se siente y nos volcamos fundamentalmente en la acción.

Esa ignorancia de lo sentido, el enfriamiento en las relaciones interpersonales, la falta de comunicación emocional en la familia, genera la creación de “analfabetos” emocionales. Pero esa represión, lejos de favorecer la regulación, promueve las irrupciones emocionales menos controladas. Las actuaciones iracundas, los ataques de pánico, la banalización de la violencia, las diferentes formas de acoso, por ejemplo, son evidencias de distintas alteraciones emocionales cuyo origen está en la incapacidad para identificar y gestionar las emociones.

Hace ya tiempo, Sócrates aconsejaba a sus discípulos “conócete a ti mismo”. Y en eso estamos. Sócrates se refería a identificar nuestras emociones, nuestros sentimientos, como el primer paso necesario para modular nuestra conducta. Si no reconocemos nuestras emociones cuando tienen una intensidad manejable, acabarán inundándonos. Como indica la propia palabra, toda e-moción es un impulso para la acción. Y lo es de un modo fisiológico ya que cada emoción prepara al cuerpo para una respuesta física.

Cuando sentimos miedo inicialmente quedamos paralizados, la respiración se detiene por un momento, los ojos se abren, se desata la alerta, ya que se trata de una anticipación de amenaza. A continuación, el estado de alerta genera una reacción hormonal que provee recursos energéticos adicionales para una respuesta de huida o de lucha: aumento del ritmo cardíaco, aumento de la presión arterial, desvío del flujo sanguíneo hacia los músculos, etc.

De igual modo cada emoción tiene un correlato fisiológico, la ira dispara también la respiración y el flujo sanguíneo mientras la tristeza los reduce, el asco promueve el distanciamiento del objeto que lo provoca, la vergüenza el rubor, por dilatación de los vasos capilares y así de seguido.

Las emociones surgen de un modo automático, inconsciente, como sensaciones corporales por asociación de una situación presente con situaciones pasadas. Si las sentimos de un modo consciente, podemos analizar lo presente y decidir si de verdad la semejanza es tal y valorar cómo tenemos que actuar. Si tuvimos un accidente de tráfico, es posible que sintamos miedo al volver a subir al coche la siguiente vez. Pero lo lógico no es dejarnos llevar por la emoción, sino echar mano de nuestra capacidad de tranquilizarnos ya que sabemos que se ha tratado de un hecho puntual y el miedo se disipará poco a poco. De igual modo, cada vez que nos enfadamos no nos liamos a tortas o nos enzarzamos en una discusión. Buscamos una estrategia que permita derivar la situación para que no nos perjudique.

El verdadero control de las emociones no consiste en no sentir, sino en reconocer lo que se siente y utilizar la razón para encontrar la respuesta más eficaz en cada momento. Daniel Goleman inicia su libro “La inteligencia emocional” con una cita de Aristóteles que no puede ser más clara: “Cualquiera puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta tan sencillo”.

“Los pensamientos son las sombras de nuestros sentimientos”. Friedrich Nietzsche

“Si eres paciente en un momento de ira, escaparás a cien días de tristeza”. Proverbio chino

“Cuando hables, procura que tus palabras sean mejores que el silencio”. Proverbio hindú.

“Más vale parecer un idiota con la boca cerrada, que abrir la boca y disipar toda duda". Anónimo.