domingo, 11 de mayo de 2014

¿Relacionarnos, o sufrirnos?



    ¿Cuándo relacionarse es una fuente de placer y crecimiento y cuándo es un desgaste personal para todos los implicados? Me centraré en intentar reflexionar sobre la segunda opción, ya que si estamos en la primera, lo único que hay que hacer es seguir disfrutándola.
    Una de las formas en que conseguimos que las relaciones sean un sufrimiento garantizado es empeñarnos en que la otra persona sea lo que no es. Vemos que tiene ciertas características, pero nos apetece que tenga otras. Tenemos dos caminos: aceptar al otro u otra como es, valorando aquéllos aspectos que sí nos satisfacen o, si esto no es posible o deseable, alejarnos o colocarlo en otro lugar más cómodo en nuestra vida… y seguir buscando personas más adecuadas para nosotros.
    Esto parece sensato y hasta que “se cae de maduro”. Pero a veces optamos por una tercera vía: ir a las cruzadas a “evangelizar infieles”: intentar convertir a otras personas en algo que ellas no quieren o no pueden ser. Intentar que los otros sean lo que uno tiene en la cabeza que “deberían” y no aceptarlos como realmente son. Parece una cosa tonta, estando el mundo tan superpoblado como lo está, que en vez de buscar a personas más afines a nosotras, nos dediquemos a intentar cambiar a otras sin siquiera pedirles permiso o preguntarles si tienen algún interés en cambiar.
    Puede haber varias razones para que actuemos así. Una es el miedo a no encontrar a nadie más que nos quiera o tenga en cuenta. Otra muy común es que en el fondo no busquemos a seres reales, sino a ideales que tenemos en la cabeza y que, como no existen, tenemos que “fabricarlas”. Ahí detrás puede estar la fantasía –a veces no consciente- de que vamos a encontrar a alguien que colmará todos nuestros deseos y nos convencemos de que determinada persona es así, aunque ésta todavía no lo sepa. Sabemos más de la persona nosotros que ella misma. ¡Cuánta inteligencia tenemos! Está claro que en este caso no estamos mirando a quien tenemos enfrente, sino a una proyección de nuestros deseos y quizás hasta lo consideramos de nuestra propiedad.
    Para intentar convertir a la persona en lo que queremos que sea, casi siempre nos valemos de la manipulación. Así, procuramos que sienta que el cambio que le imponemos es el que ella o él necesita; que la forma como es ahora es incorrecta y le salvaremos de ese error.
    Esta manera de relacionarnos la usamos mucho los adultos, pero evolutivamente corresponde a la primera infancia; en esa etapa no podemos percibir a los otros como son, ya que nuestras necesidades son tan apremiantes, y somos tan dependientes a la hora de satisfacerlas, que tenemos que percibir a las personas en base a lo que necesitamos de ellas. Para esto, les atribuimos unas características que concuerden con lo que esperamos que nos den. Y nos frustramos cada vez que comprobamos que la persona no “funciona” como debiera.
    Si esa frustración ha sido más o menos tolerable, la niña y el niño pueden ir aceptando que a veces los demás no les pueden complacer de forma absoluta. Con el tiempo y la maduración, aceptan que sólo encontrarán satisfacciones parciales por parte de otras personas; tendrán que ir buscando lo que necesitan en diferentes contextos e incluso renunciar a algunos deseos o satisfacerlos por sí mismos. De esta manera, sin embargo, van consiguiendo cubrir sus necesidades afectivas de una manera suficiente para sentirse bien.
    Pero cuando no se ha podido tolerar la frustración por lo que no se nos dio, es posible que nos quedemos toda la vida soñando con alguien que nos satisfaga de forma absoluta, sin tener que volver a sentirnos en estado de carencia. Y probablemente empecemos a actuar como decíamos al principio: negándonos a reconocer lo evidente cuando alguien no es esa persona ideal y dándonos de cabezazos contra un muro una y mil veces por no poder aceptar la realidad. Eso sin contar con que también a los otros les fastidiamos un tanto la vida.
    Esto que al principio planteé como una actitud algo tonta o simplemente molesta, ahora aparece como un asunto más dramático. Las personas no hacen, o hacemos, esto por fastidiar –aunque, de hecho, fastidiemos-, sino porque no aprendimos a hacer otra cosa. Sólo se puede salir de ahí siendo conscientes de cómo estamos funcionando realmente, sin engañarnos pensando que esa persona “perfecta” para nosotros existe y sólo tenemos que encontrarla o “fabricarla”, siempre por su propio bien, claro. Necesitamos darnos cuenta de que tenemos que aprender a vivir con la frustración, así que habrá que trabajar duro en aumentar nuestra  tolerancia. A veces se puede resolver esto por uno mismo, pero muchas otras será necesario buscar a un profesional, que podrá ayudar casi siempre, ya que este es un tema muy común que traen las personas a terapia.
    Después de hacer este trabajo podremos sorprendernos de lo satisfactorias que pueden ser las relaciones, por paradójico que parezca, cuando dejamos de esperar tanto de ellas. Y también nos podremos sorprender de que vale la pena pedirle al otro que cambie alguna cosa y permitirle que nos pida cambiar algo, pero desde la aceptación y el respeto, siempre que se considere deseable por ambas partes.

Ángeles Delgado,
mayo de 2014.