domingo, 1 de junio de 2014

Aceptarse no es resignarse.




En psicoterapia se habla a menudo de la necesidad de aceptarnos para poder cambiar. Así, sin pensar mucho, parece contradictorio. ¿Cómo voy a aceptar este comportamiento tan autodestructivo o ese hábito tan feo? ¿Eso no equivale a renunciar a cambiarlo? ¿Me quedo así para siempre, sin hacer nada?

A veces equiparamos aceptación a resignación. En la resignación hay derrota, pesar, impotencia. Es normal que no nos guste. Como no puedo hacer nada con determinada cosa o situación, me resigno, me aguanto, me fastidio. En la aceptación, en cambio, de lo que se trata es de reconocer que algo es como es y, además, de no condenarlo. Con no condenarlo no me refiero a no reconocer que me gustaría y vendría mejor que fuera de otra forma, sino a mirarlo sin juicio moral, con cierta distancia. Por supuesto, no estoy hablando de que ese comportamiento sea dañar deliberadamente a los demás. Eso sí es condenable.

Vamos con un ejemplo: una persona que se siente “insegura”, necesita que los demás le reafirmen constantemente, no se fía de su criterio. La persona piensa que esta manera de ser es inaceptable y tiene que cambiarla ya. Cada vez que “comete” un acto de inseguridad, se enfada consigo misma, se recuerda todas las otras veces que ha funcionado así, se echa un sermón que la deja totalmente desmoralizada; hasta puede que para enmendarlo, haga algo de manera forzada y sin mucha reflexión, que demuestre que ya no es insegura, que tal vez hasta empeore el resultado.

La persona se está “obligando” a ser segura, como si eso fuera cuestión de voluntad. Le sucede que como la inseguridad le resulta tan inaceptable, no tolera sentirla y ser consciente de ella ni un momento. Necesita pelearse a sí misma o actuar sin mucho sentido para no entrar en contacto con la sensación de inseguridad y de necesidad de que otros le den apoyo.

Vamos a imaginar qué pasaría si a esa persona le propusiéramos que pensase por un momento que esa característica suya no es un defecto tan terrible, que puede que hasta tenga una explicación; que tal vez fue una defensa que tuvo que desarrollar en algún momento de su vida para sobrevivir y que no tiene culpa ninguna por ello. Continuaríamos sugiriéndole que cuando lo sienta, no se escape de la sensación inmediatamente, sino que se quede un poco en contacto con ella, para que pueda conocer de qué va, de qué emociones y sensaciones está hecha; como estudiándolo. Al principio, posiblemente no le haría mucha gracia, pero tal vez más adelante, cuando vaya entendiéndose un poco y viéndole sentido a su forma de ser y sentir, podría dejar de estarse reprochando y forzando a actuar. A lo mejor, hasta le podría resultar “entretenido” aprender tantas cosas acerca de sí misma. En ese momento estaría aceptando esa dificultad suya que tanto quebradero de cabeza le había dado en otros momentos.

Así que el estarlo aceptando no la llevaría a resignarse a quedarse tan insegura toda la vida. Al contrario: al estar aprendiendo cómo funciona, también podrá ver qué herramientas podría adquirir o desarrollar más para que la inseguridad no la paralice tanto o la haga tan dependiente de los demás. Verá de qué manera se detuvo su desarrollo en ese aspecto y buscará los caminos que en otros tiempos no encontró o no le mostraron. Podrá irse ejercitando poco a poco, experimentando y arriesgándose a veces a equivocarse. Pero eso lo puede hacer porque “acepta” que la inseguridad está, y partiendo de ahí puede hacer algo con ella. Con lo que “no debería estar” no se puede hacer más que pelear y, tal vez, empeorarlo.

Dicho de una forma quizás demasiado simple, esto es que intentamos hacer muchos psicoterapeutas: animar a la persona a que conozca y comprenda sus dificultades sin condenarlas de antemano; intentar que desarrolle habilidades para compensarlas de alguna manera; y sobre todo a que tome una actitud de aprender lo que necesita en lugar de reprocharse y descalificarse por no saber hacerlo todavía.

Ángeles Delgado.
Junio de 2014.