domingo, 9 de marzo de 2014

Narcisismo





    Un formador (Denis Royer) nos dijo una vez en un seminario de formación que el narcisismo es como el colesterol, que hay uno bueno y otro malo.
    El “bueno”, necesario, consiste en que uno, tanto en la infancia como en la vida adulta, busque sentirse valioso e importante para sus figuras de apego. Ayuda a tener autoestima, a no hundirse porque algo salga mal o no se guste a algunas personas; si alguien se siente valioso, los fracasos no le hacen invalidarse completamente. Hace que se sienta especial y único, pero en la medida en que todos somos especiales y únicos. Se trata de amar lo que uno es, con lo bueno y lo malo, y sentirse satisfecho de uno mismo. Pero no impide completamente tener capacidad de autocrítica y reconocer los errores y las limitaciones; y si duele que haya personas que sepan más o tengan más talento o más éxito, se puede tolerar sin derrumbarse.
    En cambio el narcisismo “malo” es el que padecen las personas que necesitan sentirse mejores que los demás, que buscan de una manera obsesiva que se les reconozca, que no soportan que alguien les supere en algo. Descalifican a esas personas que les superan y se ofenden si no se les trata como si fueran excepcionales. Se sienten merecedores de un trato especial, como seres superiores que creen ser. Necesitan tener muchos admiradores que les alaben. No toleran no gustar o que se esté en desacuerdo con ellos. No soportan el fracaso, ya que se supone que son perfectos. Toleran mal el envejecimiento y la enfermedad, que perciben como imperfecciones. Puede parecer que estas personas sólo piensan en sus propias necesidades, ya que menosprecian las de los demás. Pero nada más lejos de eso. En realidad no saben que lo que necesitan es sentirse queridos simplemente por lo que son, sin tener que dar una imagen inflada o exitosa, sin tener que ser excepcionales. Creen que necesitan reconocimiento, pero lo que realmente les falta es sentir que se les puede querer como a cualquiera, porque sí.
    ¿Cómo se llega a desarrollar un narcisismo del segundo tipo? Bueno, nuevamente: hay teorías para todos los gustos. Pero analicemos algunos aspectos relacionados con la forma en que los padres se vincularon con el niño o la niña. Generalmente se trata de padres muy narcisistas a su vez. Quieren un hijo o una hija perfectos. Necesitan esto porque para ellos los hijos no son personas independientes, sino una prolongación de sí mismos y les representan. Puede que sientan algo así como “alguien excepcional como yo, sólo puede tener hijos excepcionales”. O tal vez se hayan sentido insignificantes en su vida y creen que un hijo brillante les hará sentirse, por fin, valiosos. Por supuesto, los hijos de estas personas serán en principio niños normales, pero los padres empiezan a transmitirle, a veces de manera sutil y otras muy explícitamente, que les van a querer más si  son extraordinarios. Está el padre o la madre que se enfada si su hijo no tiene sobresaliente en todo; están los que le inculcan que tiene que ser el mejor en algún deporte, en música, o en cualquier otra disciplina; a veces están constantemente comparándolos con los demás, haciéndoles ver que son y deben ser mejores y que de esa manera papá y mamá serán felices.
    La conclusión que sacan los niños de este trato es que no les van a querer simplemente como son, sino sólo si cumplen determinadas expectativas de los padres. Que no les querrán por ellos mismos, sino por sus logros. Si alguien les supera se sentirán muy amenazados de perder el amor de los padres y como necesitan profundamente ese amor, intentarán pasar por encima de quien sea. Así, poco a poco, esta persona que está creciendo se va desconectando de lo que necesita realmente en cuanto a afectos y realización personal; dedica en cambio todas sus energías a proyectar una imagen de éxito y a ser reconocido por ella. Termina confundiendo amor con admiración, creyendo que buscando la segunda encontrará el primero. Pero por muchos admiradores que consiga y éxitos que coseche, nunca será suficiente, porque seguirá sin sentirse querido por lo que realmente es, con sus necesidades afectivas reales.
    Seguramente todos tenemos los dos tipos de narcisismo, pero igual que sucede con el colesterol, nuestra salud (en este caso, la mental) depende de las proporciones de uno y otro. 

Ángeles Delgado. 
Marzo de 2014
     
     

domingo, 16 de febrero de 2014

Desvivirse por los demás





    ¿Quién no ha oído decir alguna vez que alguna persona se desvive por sus hijos, sus amigos, su pareja…? Si buscamos en el diccionario, una de las acepciones de desvivirse es esforzarse en favor de alguien. Lo que pasa es que muchas veces cuando usamos esta expresión nos estamos refiriendo a personas que literalmente están dejando de vivir o quitándose la vida, en cierta manera, por otras personas. Que hacen unos esfuerzos desmesurados y, tal vez, innecesarios por atender necesidades de los demás o simplemente por complacerlos.
    A veces incluso dejan de vivir por supuestas necesidades de otras personas, que no se corresponden con la realidad. Estoy pensando en una anécdota que viene muy al caso. Alguien me comentó una vez que se había encontrado a una antigua amiga que le decía que  al salir del trabajo le gustaría mucho irse a su casa y desconectar un poco del mundo, pero que como su madre estaba tan sola, iba a comer con ella para hacerle compañía. Así que elegía sacrificar su descanso, aunque estaba muy estresada. Pasado un tiempo la persona que me contó la anécdota se encontró a la madre de la sacrificada mujer. Ésta le informó  que se había jubilado hacía poco; pero se lamentaba de que ahora que tenía tiempo para ir a la playa con las amigas, no lo hacía mucho porque prefería quedarse en casa a preparar la comida a su hija y así le quitaba ese trabajo, ya que estaba tan ocupada. Otra que se sacrificaba. Ambas renunciaban a su bienestar, supuestamente porque era bueno para la otra. Se adjudicaban necesidades mutuamente y dejaban de vivir.
    Esta manera de relacionarse se da mucho en personas sobreprotectoras: inventan o exageran las necesidades de los demás y ellas mismas se las cubren. Se anticipan quizás porque necesitan de forma excesiva que los otros se sientan queridos por ellas. Tienen que estarlo demostrando constantemente. Y quizás lo hagan de muy buena fe, pero seguramente no se dan cuenta de que en el fondo están esperando que los demás hagan lo mismo con ellas; que adivinen sus necesidades, sin hacerlas pasar por el bochorno de tener que pedir. Esta manera de actuar también puede tener que ver con no tomarnos muy en serio a nosotros mismos y nuestras carencias; a veces no sabemos manejarnos con lo que nos hace felices y cómo buscarlo. Así, resulta más fácil cubrir necesidades de otros, sean éstas reales o proyecciones nuestras. Sustituimos el trabajo de ocuparnos de nuestra propia vida por otro menos comprometido: solucionar la de los demás.

Ángeles Delgado, febrero de 2014.
   
     

domingo, 12 de enero de 2014

La costumbre






Estaba pensando en cuántas veces damos como excusa para no hacer algo el “no estar acostumbrado”. Por ejemplo, alguien te cuenta que se aburre ahora que se ha jubilado o que se han ido los hijos (bueno, últimamente no ocurre mucho ni una cosa ni la otra). Espontáneamente te sale sugerirle que haga nuevas amistades, estudie algo, lea, practique algún deporte… Y te contesta que le gustaría, pero es que no está acostumbrada. Como si el no tener costumbre de hacer algo nos imposibilitara absolutamente para hacerlo. Cuando alguien contesta así parece que supone (aunque no se dé cuenta) que las costumbres que tiene no las ha adquirido alguna vez. Como si hubiera nacido ya habituado a ciertas cosas.

¿Qué crea la costumbre? La repetición. ¿Cómo me acostumbro a leer? Leyendo. ¿Cómo me acostumbro a hacer deporte? Haciéndolo. Aquí podríamos poner casi cualquier cosa. Digo casi porque hay cosas tan desagradables o penosas que no nos acostumbraríamos nunca a ellas por mucho que las repitiéramos. Pero en general, si uno hace algo muchas veces, se acostumbra a hacerlo, es decir, le resulta conocido, no le plantea grandes conflictos o exigencias, lo hace con cierta facilidad. Cuando ante la idea de hacer algo que me hace falta o me conviene, digo: “no puedo, porque no estoy acostumbrada”, en realidad estoy diciendo: “no estoy dispuesta a hacer el esfuerzo”, o bien: “eso me haría sentirme insegura porque no me veo capaz”, o también: “prefiero la comodidad que proporcionan las cosas conocidas que cambiar mis rutinas”. Es cierto que las rutinas y los hábitos nos ayudan con muchas tareas de la vida cotidiana y a lograr algunos objetivos. Tienen un valor. Pero si cuando cambian las circunstancias o surgen nuevas necesidades o deseos, me aferro a la rutina, ésta se convierte en una condena. Como en el mito de Sísifo: condenados a repetir las mismas acciones eternamente.

Hace un tiempo que se investiga y se publica mucho sobre neuropsicología y se está conociendo más acerca de cómo funciona el cerebro. Ya sabemos que se mantiene en forma más tiempo si estamos constantemente adquiriendo habilidades nuevas, para las que necesitamos usar partes del cerebro que no utilizamos habitualmente. Incluso se está estudiando cómo se pueden cambiar, hasta cierto punto, algunos rasgos de nuestro carácter, por medio de abrirnos a experiencias nuevas, repitiéndolas, hasta que “nos acostumbremos”, es decir, hasta que estas nuevas formas de actuar se inscriban en la memoria a largo plazo.

Cada vez que aprendemos algo nuevo o lo hacemos de una forma diferente a la habitual, creamos nuevas sinapsis o conexiones neuronales. Es decir, abrimos nuevos “caminos” en el cerebro; si transitamos estos caminos a menudo, es decir, si repetimos esa tarea, nos va siendo cada vez más fácil desarrollarla, ya que se va automatizando. Por eso nos cuesta menos poner en práctica actividades que hacemos desde hace muchos años. Y también por eso nos cuesta adquirir costumbres nuevas. Sobre todo si hemos llegado a cierta edad y ya tenemos demasiadas adquiridas; para abrir esos nuevos caminos necesitaremos un buen machete, es decir: decisión y mucha repetición, hasta que por fin nos acostumbremos. Será mucho más cómodo ir por los de siempre, que están tan señalados y fáciles de recorrer, que andar quitando maleza sin saber muy bien por dónde vamos ni si llegaremos a algún sitio.

Por tanto, es cierto que no tener costumbre de hacer algo nos lo hace más difícil, pero no estar acostumbrado, desde luego, no es sinónimo de no poder. Repitiendo mucho una actividad o forma de estar, se convertirá algún día en costumbre. Además, el esfuerzo será ampliamente compensado por la satisfacción de ampliar nuestras posibilidades.

Por cierto, no estoy muy acostumbrada a escribir, por lo que tardo bastante tiempo en hacer un escrito como éste, pero espero que con la práctica, me sea más fácil hacerlo.



Ángeles Delgado
Enero de 2014