domingo, 7 de septiembre de 2014

Victimismo: ¿una adicción?



    Hoy me gustaría reflexionar sobre las actitudes victimistas, es decir, las de las personas que intentan aparentar siempre ser las más perjudicadas en una situación o grupo, o las menos queridas, las que han sufrido más, las menos tenidas en cuenta, etc.

    Esto a veces se hace como teatro con el objetivo de manipular y conseguir cosas de los demás, despertando en ellos la pena o la culpa, de forma consciente. Pero en otras ocasiones no es sólo una representación, sino que la persona está convencida de que es así: que nadie la considera, la respeta o la tiene en cuenta… y en este caso también se suele usar para obtener ventajas de y sobre los demás, aunque no sea de forma tan consciente.

    Esta actitud también nos sirve para no tomar responsabilidad por nuestra vida. Se puede utilizar como excusa a fin de no hacer los esfuerzos necesarios para superar nuestros fallos o dificultades. Como si el que en algún momento me haya sentido discriminada o perjudicada (sea esto real o imaginario), implicase que ya no puedo hacer nada por mí misma, que ya “me fastidiaron” para siempre. Que tengo derecho a lamentarme y hacer sentir mal al mundo por haber sido cruel conmigo.

    Generalmente es difícil comunicarse con las personas que abusan del victimismo porque no quieren escuchar ninguna opinión que no les reafirme en sus convicciones, por lo cual uno se ve muchas veces dándoles “la razón de los locos” y asintiendo a todo lo que dicen. Cuando alguien cuenta algo malo que le sucedió, a esta persona le ha pasado lo mismo o peor; si se habla de alguna crueldad que se ha cometido con alguien, el victimista multiplica por no sé cuántos lo que le han hecho a él. Para no perder el protagonismo como la persona más desgraciada y peor tratada del mundo, exagera y distorsiona la realidad para que case con esa idea que tiene.

     También suele ocurrir que esta persona idealiza la felicidad y satisfacción de los demás. Cuando alguien logra objetivos, lo puede interpretar como que no le ha costado mucho, ya que ha tenido suerte, y además le han querido y ayudado, es decir, que lo ha tenido fácil, cosa que no le ha pasado a ella. Para reafirmarse enfatiza todas las cosas buenas y facilitadoras que han tenido sus semejantes y pasa por alto las dificultades que también habrán vivido.

    Con tanto hablar de lo mal que te ha tratado la vida, tanto quejarse de que el mundo te debe algo, casi nadie se siente cómodo. Así ocurre que la persona se siente incomprendida y, por ende, rechazada. O sea, termina “consiguiendo” que en realidad se la discrimine y evite, con lo cual alimenta esos mismos argumentos para seguir quejándose de lo mal que la tratan. Ahí se cierra el círculo vicioso, del que es muy difícil salir.

    Difícil, porque este comportamiento, al igual que ocurre con otras adicciones, “engancha”. La persona prueba un efecto agradable de entrada (los demás la compadecen, puede sentir que no ha hecho nada mal, ha sido el mundo cruel el que le hace sentir así: consigue su objetivo, esto es, protagonismo…). Pero ese efecto no dura mucho tiempo, ya que los demás se cansan de oír siempre la misma retahíla y no les gusta que de alguna manera se les haga sentir responsables del malestar de otro. Además, este alivio momentáneo no hace que desaparezca esa insatisfacción general que experimenta el victimista. Entonces, al igual que con el tabaco, el alcohol o cualquier otra sustancia adictiva, se va a por una dosis mayor con la vana esperanza de volver a conseguir el efecto deseado… y lo que se consigue ya sabemos que es el espejismo de siempre.

    ¿Cómo se puede salir de ahí? Supongo que lo primero, como se ha dicho en relación a otras actitudes, es reconocer que estamos atrapados en el victimismo. Lo siguiente, revisar cuáles de nuestras quejas tienen una base real y cuáles son fantasía o simplemente una exageración de la realidad. También iría bien una mirada a nuestro alrededor en un intento de ser objetivos en cuanto a los padecimientos y problemas de otras personas.

    Como pasa con las adicciones en general, vendría bien permanecer una temporada sin usar este comportamiento para que nuestro organismo “aprenda” a vivir y relacionarse de otra forma; el tiempo suficiente para que experimente que se está mejor sintiéndose como una persona como otra cualquiera, a la que le han pasado cosas buenas y malas, a la que a veces se ha tratado bien y otras mal. Y es que, incluso aunque te hayan ocurrido cosas peores que a la mayoría, algún día tendrá que terminar el dolor, tendrán que cicatrizar las heridas, y habrá que encarar la vida. Algún día tendremos que hacernos responsables de que empiecen a pasarnos cosas mejores; ganaremos más si empleamos nuestras energías y nuestro tiempo en esto, que en quejarnos y crear un ambiente de negatividad que inunda todo nuestro entorno.

Ángeles Delgado,
Septiembre de 2014.

   

    

domingo, 1 de junio de 2014

Aceptarse no es resignarse.




En psicoterapia se habla a menudo de la necesidad de aceptarnos para poder cambiar. Así, sin pensar mucho, parece contradictorio. ¿Cómo voy a aceptar este comportamiento tan autodestructivo o ese hábito tan feo? ¿Eso no equivale a renunciar a cambiarlo? ¿Me quedo así para siempre, sin hacer nada?

A veces equiparamos aceptación a resignación. En la resignación hay derrota, pesar, impotencia. Es normal que no nos guste. Como no puedo hacer nada con determinada cosa o situación, me resigno, me aguanto, me fastidio. En la aceptación, en cambio, de lo que se trata es de reconocer que algo es como es y, además, de no condenarlo. Con no condenarlo no me refiero a no reconocer que me gustaría y vendría mejor que fuera de otra forma, sino a mirarlo sin juicio moral, con cierta distancia. Por supuesto, no estoy hablando de que ese comportamiento sea dañar deliberadamente a los demás. Eso sí es condenable.

Vamos con un ejemplo: una persona que se siente “insegura”, necesita que los demás le reafirmen constantemente, no se fía de su criterio. La persona piensa que esta manera de ser es inaceptable y tiene que cambiarla ya. Cada vez que “comete” un acto de inseguridad, se enfada consigo misma, se recuerda todas las otras veces que ha funcionado así, se echa un sermón que la deja totalmente desmoralizada; hasta puede que para enmendarlo, haga algo de manera forzada y sin mucha reflexión, que demuestre que ya no es insegura, que tal vez hasta empeore el resultado.

La persona se está “obligando” a ser segura, como si eso fuera cuestión de voluntad. Le sucede que como la inseguridad le resulta tan inaceptable, no tolera sentirla y ser consciente de ella ni un momento. Necesita pelearse a sí misma o actuar sin mucho sentido para no entrar en contacto con la sensación de inseguridad y de necesidad de que otros le den apoyo.

Vamos a imaginar qué pasaría si a esa persona le propusiéramos que pensase por un momento que esa característica suya no es un defecto tan terrible, que puede que hasta tenga una explicación; que tal vez fue una defensa que tuvo que desarrollar en algún momento de su vida para sobrevivir y que no tiene culpa ninguna por ello. Continuaríamos sugiriéndole que cuando lo sienta, no se escape de la sensación inmediatamente, sino que se quede un poco en contacto con ella, para que pueda conocer de qué va, de qué emociones y sensaciones está hecha; como estudiándolo. Al principio, posiblemente no le haría mucha gracia, pero tal vez más adelante, cuando vaya entendiéndose un poco y viéndole sentido a su forma de ser y sentir, podría dejar de estarse reprochando y forzando a actuar. A lo mejor, hasta le podría resultar “entretenido” aprender tantas cosas acerca de sí misma. En ese momento estaría aceptando esa dificultad suya que tanto quebradero de cabeza le había dado en otros momentos.

Así que el estarlo aceptando no la llevaría a resignarse a quedarse tan insegura toda la vida. Al contrario: al estar aprendiendo cómo funciona, también podrá ver qué herramientas podría adquirir o desarrollar más para que la inseguridad no la paralice tanto o la haga tan dependiente de los demás. Verá de qué manera se detuvo su desarrollo en ese aspecto y buscará los caminos que en otros tiempos no encontró o no le mostraron. Podrá irse ejercitando poco a poco, experimentando y arriesgándose a veces a equivocarse. Pero eso lo puede hacer porque “acepta” que la inseguridad está, y partiendo de ahí puede hacer algo con ella. Con lo que “no debería estar” no se puede hacer más que pelear y, tal vez, empeorarlo.

Dicho de una forma quizás demasiado simple, esto es que intentamos hacer muchos psicoterapeutas: animar a la persona a que conozca y comprenda sus dificultades sin condenarlas de antemano; intentar que desarrolle habilidades para compensarlas de alguna manera; y sobre todo a que tome una actitud de aprender lo que necesita en lugar de reprocharse y descalificarse por no saber hacerlo todavía.

Ángeles Delgado.
Junio de 2014.

domingo, 11 de mayo de 2014

¿Relacionarnos, o sufrirnos?



    ¿Cuándo relacionarse es una fuente de placer y crecimiento y cuándo es un desgaste personal para todos los implicados? Me centraré en intentar reflexionar sobre la segunda opción, ya que si estamos en la primera, lo único que hay que hacer es seguir disfrutándola.
    Una de las formas en que conseguimos que las relaciones sean un sufrimiento garantizado es empeñarnos en que la otra persona sea lo que no es. Vemos que tiene ciertas características, pero nos apetece que tenga otras. Tenemos dos caminos: aceptar al otro u otra como es, valorando aquéllos aspectos que sí nos satisfacen o, si esto no es posible o deseable, alejarnos o colocarlo en otro lugar más cómodo en nuestra vida… y seguir buscando personas más adecuadas para nosotros.
    Esto parece sensato y hasta que “se cae de maduro”. Pero a veces optamos por una tercera vía: ir a las cruzadas a “evangelizar infieles”: intentar convertir a otras personas en algo que ellas no quieren o no pueden ser. Intentar que los otros sean lo que uno tiene en la cabeza que “deberían” y no aceptarlos como realmente son. Parece una cosa tonta, estando el mundo tan superpoblado como lo está, que en vez de buscar a personas más afines a nosotras, nos dediquemos a intentar cambiar a otras sin siquiera pedirles permiso o preguntarles si tienen algún interés en cambiar.
    Puede haber varias razones para que actuemos así. Una es el miedo a no encontrar a nadie más que nos quiera o tenga en cuenta. Otra muy común es que en el fondo no busquemos a seres reales, sino a ideales que tenemos en la cabeza y que, como no existen, tenemos que “fabricarlas”. Ahí detrás puede estar la fantasía –a veces no consciente- de que vamos a encontrar a alguien que colmará todos nuestros deseos y nos convencemos de que determinada persona es así, aunque ésta todavía no lo sepa. Sabemos más de la persona nosotros que ella misma. ¡Cuánta inteligencia tenemos! Está claro que en este caso no estamos mirando a quien tenemos enfrente, sino a una proyección de nuestros deseos y quizás hasta lo consideramos de nuestra propiedad.
    Para intentar convertir a la persona en lo que queremos que sea, casi siempre nos valemos de la manipulación. Así, procuramos que sienta que el cambio que le imponemos es el que ella o él necesita; que la forma como es ahora es incorrecta y le salvaremos de ese error.
    Esta manera de relacionarnos la usamos mucho los adultos, pero evolutivamente corresponde a la primera infancia; en esa etapa no podemos percibir a los otros como son, ya que nuestras necesidades son tan apremiantes, y somos tan dependientes a la hora de satisfacerlas, que tenemos que percibir a las personas en base a lo que necesitamos de ellas. Para esto, les atribuimos unas características que concuerden con lo que esperamos que nos den. Y nos frustramos cada vez que comprobamos que la persona no “funciona” como debiera.
    Si esa frustración ha sido más o menos tolerable, la niña y el niño pueden ir aceptando que a veces los demás no les pueden complacer de forma absoluta. Con el tiempo y la maduración, aceptan que sólo encontrarán satisfacciones parciales por parte de otras personas; tendrán que ir buscando lo que necesitan en diferentes contextos e incluso renunciar a algunos deseos o satisfacerlos por sí mismos. De esta manera, sin embargo, van consiguiendo cubrir sus necesidades afectivas de una manera suficiente para sentirse bien.
    Pero cuando no se ha podido tolerar la frustración por lo que no se nos dio, es posible que nos quedemos toda la vida soñando con alguien que nos satisfaga de forma absoluta, sin tener que volver a sentirnos en estado de carencia. Y probablemente empecemos a actuar como decíamos al principio: negándonos a reconocer lo evidente cuando alguien no es esa persona ideal y dándonos de cabezazos contra un muro una y mil veces por no poder aceptar la realidad. Eso sin contar con que también a los otros les fastidiamos un tanto la vida.
    Esto que al principio planteé como una actitud algo tonta o simplemente molesta, ahora aparece como un asunto más dramático. Las personas no hacen, o hacemos, esto por fastidiar –aunque, de hecho, fastidiemos-, sino porque no aprendimos a hacer otra cosa. Sólo se puede salir de ahí siendo conscientes de cómo estamos funcionando realmente, sin engañarnos pensando que esa persona “perfecta” para nosotros existe y sólo tenemos que encontrarla o “fabricarla”, siempre por su propio bien, claro. Necesitamos darnos cuenta de que tenemos que aprender a vivir con la frustración, así que habrá que trabajar duro en aumentar nuestra  tolerancia. A veces se puede resolver esto por uno mismo, pero muchas otras será necesario buscar a un profesional, que podrá ayudar casi siempre, ya que este es un tema muy común que traen las personas a terapia.
    Después de hacer este trabajo podremos sorprendernos de lo satisfactorias que pueden ser las relaciones, por paradójico que parezca, cuando dejamos de esperar tanto de ellas. Y también nos podremos sorprender de que vale la pena pedirle al otro que cambie alguna cosa y permitirle que nos pida cambiar algo, pero desde la aceptación y el respeto, siempre que se considere deseable por ambas partes.

Ángeles Delgado,
mayo de 2014.